martes, 10 de octubre de 2017

Solsticio de Margarita Castro


Giró 360 grados sobre su asiento y lo único que alcanzó a ver fue agua. En los minutos que siguieron, el cielo se oscureció hasta quedar totalmente negro. La lluvia, que ahora empeoraba las cosas, empezó a caer con finas gotas que herían como puntas de alfiler. Tony no se movió más, tampoco intentó cubrirse, dejó que el agua mojara su ropa e inundara sus ojos y pestañas.  Sintió frío y tembló. Pero sus temblores eran también de miedo.
El Solsticio, de 30 pies de longitud, había pertenecido a su padre y lo heredó Manolo, su tío, quien sentado frente a él se esforzaba por sacar el agua que continuaba acumulándose en el fondo de la lancha y ya les cubría los tobillos.
­―¡Quita peso!  ―gritó Manolo escupiendo agua.
Tony se puso de pie, tambaleante, sintió como la sangre se le enfriaba. Echó por la borda hielera, pescados, todo menos la garrafa con agua. El chaleco ceñido al cuerpo dificultaba la maniobra, pero en ese momento era lo más preciado, tanto que Tony ajustó nuevamente cada uno de los broches.  Angustiado, tomó una cubeta y se dio a la tarea de sacar el agua a la mayor velocidad que la fuerza le permitió.
  Tres horas antes, habían anclado en una poza a 12 brazas de profundidad y se dispusieron con buen ánimo a pescar. El viaje, planeado con cuidado, les serviría para pasar tiempo juntos; sobre todo a Tony, ya que la ausencia de su padre se tornaba cada vez más insoportable. Prepararon sedales y plomadas. Manolo se encargó de la carnada: atravesó con el anzuelo los ojos de una sardina ─tiesa, plateada─ y clavó el gancho en medio del cuerpo. Tony siguió con el revoltijo de tripas sanguinolentas y pegajosas que con su olor penetrante atraería a los peces grandes. Sofi se hubiese asqueado, pensó mientras vaciaba el cebo en el mar. Sumergió el brazo y agitó el agua para dispersar la mezcla, como si las corrientes del océano necesitaran ayuda.
El tío afiló un cuchillo, sus gruesas manos pringadas de sal y escamas. Ahora fileteaba un mero. El pez, con medio cuerpo rebanado, aún abría los bronquios, ondeaba las aletas y golpeaba la cola encima de la tabla. Tony hubiese querido saber por qué su tío no le hundió primero el cuchillo en la cabeza. Pero ésta sería la típica pregunta de Sofi y no quería parecer igual de sensible que su hermana, por más lista que ella fuera. Permaneció callado con el sedal entre los dedos que se estiraba según el vaivén del barco. Meditó acerca de uno de sus temas favoritos.
            ─¿Crees en la suerte tío?
─No mucho.
Manolo habló con tal seguridad que Tony dudó. A sus once años sí creía en la suerte, lo había comprobado porque Sofi nunca perdía en los juegos de cartas. Además, ella nació con una mente clara que no necesita esforzarse para dominar los números.  Él, en cambio, confundía las ideas, las revolvía tanto como la mezcla que acababa de preparar. Quién era él para entenderlo. Quizá la suerte lo favorecería algún día, o tal vez su tío tenía razón: mejor esforzarse. Por eso, en las tardes, cuando sus compañeros jugaban fútbol o montaban bicicleta, él estudiaba horas extras con una maestra. A veces su entendimiento llegaba a un tope, la frustración lo vencía, aventaba los libros y se daba de golpes en la cabeza.
Aunque el bamboleo de la lancha era estable, Tony sintió una ráfaga de viento frío que lo sacudió. Hasta ese momento había escuchado, sin comprender, algo acerca de quirófanos, cirugías y anestesias en la voz de su tío. Pero ahora no perdía detalle: Manolo, de pie, con las piernas flexionadas y apretadas para equilibrarse, tiraba del sedal que ofrecía resistencia desde la profundidad del océano. Con la camisa arremangada, los músculos se le marcaban, pulsantes. Manolo no cedía, con ritmo continuo jalaba para sí, aunque el sedal resbalara de cuando en cuando entre sus dedos húmedos.
Al cabo, una corvina rubia refulgió contra el sol, Manolo la levantó del sedal enganchado a la boca.
─¡Por  lo menos tres  kilos!  ―gritó.
Tony la tasó y asintió. A Sofi le hubiese gustado, pensó. Él diría a los de su clase que era de cinco kilos y quizá lograría sorprenderlos; con suerte lo tomarían más en cuenta.  El pescado ondeó en el aire y su piel lisa, como fondo de un espejo, destelló dorados y rosas. A Tony, la luz le rebotó en partículas llameantes que encandilaron sus pupilas. Aunque era capaz de percibir al pez ―el olor a algas, la piel viscosa cubierta de escamas, la línea amarilla brillante desde la cola hasta la aleta caudal―, iba a ser difícil describírselo a Sofi quien, como de costumbre, pediría detalles. Cuando se sentaban a la mesa, su hermana cortaba con paciencia, en cuadrados casi perfectos, su filete; masticaba despacio, con la boca cerrada. Con el cuello largo y el cabello bien peinado, nadie hubiera pensado que poseía el valor de plantarse ante un grupo de varones vivarachos que encontraban divertido burlarse de su hermanito. Pero lo hacía, y en sus ojos se adivinaba una fiereza materna, remotamente animal, que nada tenía que ver con las texturas y dibujos delicados de la ropa que acostumbraba usar.
De un garrotazo, Manolo liquidó a la corvina, había estado brincando y soltando coletazos.  En ese preciso momento, Tony puso en palabras sus pensamientos:
            ─Quiero ser como tú.
─¿Quieres ser doctor?
─No, pescador.
Se unieron en una mirada callada. Tony percibió cercano a Manolo, era un sentimiento agradable que no experimentaba desde hacía tiempo. Manolo se parecía a su padre, ambos disfrutaban los libros y guardaban en sus bibliotecas un sinfín de volúmenes que él jamás hubiera podido meterse en la cabeza. Diplomas, reconocimientos, un mundo que intuía imposible porque, como él mismo afirmaba, tenía la cabeza dura.
Con el sedal de nuevo en el agua pensó en su madre, ¿ya se habría despertado?  Desde que el papá murió, las pastillas que tomaba por las noches le dificultaban levantarse temprano.
Cuando un pez empezó a rondar el anzuelo en la profundidad del agua, Tony lo supo inmediatamente, tironcitos arrítmicos sacudían su mano. Esperó… y, de súbito, jaló el sedal con todo lo que daba su brazo.
― ¡Lo enganchaste! ―dijo Manolo con entusiasmo.
Conteniendo la emoción, apretando las manos, Tony acotó el sedal. Todavía no era momento de celebrar, había que sacar el pez del océano. Pero cuando el animal se encontraba a media agua, Tony sintió un fuerte tirón.
El sedal se dejó ir por metros. El niño lo detuvo y contrapuso su fuerza, sintió que aquel peso buscaba el abismo. Fue el instinto el que lo empujó a ponerse de pie. Pudo haber cortado el sedal con un cuchillo, pudo haber pedido ayuda a Manolo… pero no. Cuando su tío lo vio de pie, afianzando sus crocs al piso tambaleante, las manos enrojecidas por la fuerza y la mirada más allá de la curva del horizonte, supo que Tony iba a pelear.
Se trataba de soltar sedal al pez, aguantar, jalar, cansarlo y subirlo. Tony mantenía los ojos fijos en el agua, no iba preparado para un ejemplar tan grande, tan crecido, tan voraz como para haberse tragado al otro pez que antes venía jalando. Se sintió engrandecido, ilimitado, capaz de sobreponerse a la lucha, al cansancio; la sangre corría rápido, el corazón golpeaba en su pecho como trote de caballo. Aguantaba el sedal, el pez no pedía más, estaban parejos. Era ahí donde Tony quería estar y en ningún otro sitio.  Se vio a sí mismo desde lo alto, resistiendo con todo su cuerpo, balanceándose para adelante y para atrás.  Le gustó ser quien era y se asombró de su propio coraje.
─Ya ves que no son indispensables los guantes ─apuntó Manolo.
Era verdad. Tony recordó haber querido formar parte del equipo de fútbol de la escuela. Llevó el uniforme completo al primer entrenamiento: tacos, calcetas, playera con su nombre bordado.  No lo seleccionaron. En casa aventó con furia el uniforme contra el espejo. Cuando algo haces bien, no necesitas tanta cosa, reflexionó.
Con cautela, empezó a jalar el sedal, se figuró que se trataba de un esmedregal, un tiburón, o una gran cherna.
─Tal vez ─dijo Manolo como si adivinara los pensamientos de Tony─ un marlín como en el El Viejo y el mar, pero en estas aguas no abundan. Lo posible es un pez vela, igual de hermoso, igual de raro.
Tony pensó que era la oportunidad de obtener un trofeo.  Algo que podría colgarse en la biblioteca de su padre o de su tío; una ocasión para volverse importante en el mundo de los hombres. Pero estaba en aprietos, el pez había recuperado fuerza y pedía más sedal.  Tony lo soltó con lentitud, no fuera a romperse.
─¿Qué viejo, tío? ─preguntó de súbito.
                                                                                                                                          Luego de escuchar la historia de un viejo pescador que tras encontrar un pez enorme tiene que enfrentarse con los tiburones, Tony se sentó y cruzó el sedal por su espalda. Sin embargo, no se imaginó comiendo pescado crudo ni tomando solo unos cuantos sorbos de agua. Las gotas del mar, la sal que volaba como granos de arena ardiente, el olor al vapor de algas que emanaba del océano le abrieron los pulmones. Aspiró profundamente y disfrutó.
Sin desatender la tensión que debía mantener, jalaba el sedal con prudencia, ganándole metros al pez. En tanto disfrutaba la voz de Manolo dirigida hacia otras aventuras, llevó su conciencia hasta un paraje de su imaginación de pronto enriquecida.
                                                                                                                                   Un abanico de húmedo lienzo oscuro rompió la quietud del agua. Se abrió desde el mar hacia arriba, desplegándose en un semicírculo que se cerró al sumergirse. Fueron unos segundos, Tony enmudeció, no pudo aclarar su garganta para dar paso a las exclamaciones.  Pudo distinguir el pico largo de aguja y la cola en forma de media luna. El abanico era la aleta dorsal del pez vela. Joven, el animal desplazaba su cuerpo azul metálico, saltaba y se sumergía luchando. Al brincar, sacudía el aire desparramando estelas de agua. Quizá habría venido de muy lejos, empujado por tormentas tropicales o por meteoros inmensos que desbastan costas y destruyen casas. Habría llegado al Golfo de México hambriento, escapando de mareas rojas, solo para tragarse el anzuelo de Tony.
El niño se puso de pie, el pez era más grande que él, más grande que Manolo, desde el pico hasta la cola y se debatía con fiereza. De algo estaba seguro: no lo iba a soltar aunque las manos le sangraran. Se envolvió la mano derecha con un trapo a manera de guante y escuchó la brisa. La interpretó como lenguaje de victoria.
Ninguno de sus compañeros había sacado un pez vela. Solamente los grandes pescadores que conocen los trucos y poseen resistencia. Había que tener suerte para enganchar uno, instinto nato, talento de pescador. Tony se imaginó contando esta historia a sus futuros amigos, mostrándoles las fotos que tomarían en la playa. Entraría a la escuela cargando su caja de sedales para enseñarla durante el recreo, sabiendo que fue él el protagonista de la hazaña. Ya no le temería a Roberto, a Juan José, a Carlos, a esos cabrones que con cualquier pretexto resaltaban sus errores.  Los imaginó acobardados, sucios, con caca de zopilote encima.
Tony rio. Una sustancia dulce circuló por su cuerpo.
El pez vela no daba tregua, se agitaba tratando de zafarse. Vino nadando hacia ellos con velocidad asombrosa y, ya cerca, brincó cruzando por arriba del barco. Entró al agua como una enorme plomada y levantó una ola que les cayó encima. Tony se empapó, quedó cundido de algas marinas. No podía ver, el sargazo cubrió su rostro, tuvo que sacudir la cabeza para liberarse de esas plantas pegajosas.
Después del esfuerzo, Tony aprovechó para jalar al pez cansado, utilizó toda su fuerza, la de su anhelo y la de su furia. Logró subir el ejemplar al barco, pero el pez aún no estaba quieto, lanzaba regios golpes con la cola. Su color negro aperlado resplandecía sobre el piso blanco mate del barco. Era una victoria mayor a la que Tony había esperado esa mañana, sintió una intensa alegría, pequeños temblores recorrieron su cuerpo, luego se quedó de una sola pieza, levantó el brazo y gritó:                                                                                                                                            
─ ¡Tony! ─ exclamó su tío ─ ¡Pon atención!, ¡lo tienes!
La sombra en el fondo del océano fue adquiriendo la forma de un pez a medida que Tony lo acercó al barco. Manolo metió con oportunidad un gancho para subirlo. Era un esmedregal color ceniza.  Con la cabeza achatada no era un espécimen interesante.  Tony lo miró perplejo, con ojos de quien ha sido engañado.
─ Creí que era mi pez vela ― dijo en voz tan baja que los labios casi no se movieron.
Manolo, por el contrario, celebraba.  Complacido, se frotó las manos. Se le antojó el esmedregal al horno, con cebolla y alcaparras, al vino blanco o con cerveza; en postas fritas o ceviche. Se miraba satisfecho y esto alivió al niño.
Tan contentos estaban, que no advirtieron cuando el aire se tornó frío y el mar comenzó a embravecerse. La expresión de Manolo cambió cuando dio inició una fina llovizna. Al niño le pareció que su tío se llenaba de miedo.
Tony pensó que fue mala suerte lo que causó el accidente del anzuelo en la palma de la mano de Manolo. Solo intentaba guardarlo. El artefacto quedó atorado entre la carne y la sangre escurrió por su antebrazo.  Hubo más sangre cuando usó un cuchillo para sacárselo. Se veía mal, dijo sentirse mareado, con la visión entorpecida. Apenas iniciado el regreso tuvieron que detenerse cuando el tío cayó en la cuenta de que algo fallaba en la lancha.
La lluvia los escondió tras una manta de agua que poco a poco los fue absorbiendo. Trabajaron sin pausa sacando el agua, tiraron casi todo lo que había dentro de la lancha, incluidos los pescados.
El aguacero amainó, se convirtió en un viento húmedo. Tony descubrió angustia en la cara de Manolo, las facciones apretadas, los labios comprimidos. En sus ojos leyó la pérdida de mando. Miró a su alrededor: el mar era un brumoso espejismo, un plato azuloso que reflejaba calma. Se encontraban en medio de una atmósfera incierta de aire frío que le hizo pensar en la vacilación de un sueño. Recordó a su pez vela saltando como un arco iris de plata y se preguntó si fue real.
Manolo dijo sentirse entumecido, con el chaleco sujeto al cuerpo pedía ayuda por radio, luchaba contra la hipotermia. Las corrientes eran fuertes, Tony temblaba de frío. Vio a su tío quieto, pareció haberse quedado dormido, sentado frente al timón. Los minutos pasaban. El inmenso cielo gris encima de sus cabezas, el incesante murmurar del oleaje, el agua verde azulada sin fondo. Tony perdió la noción del tiempo transcurrido. La temperatura de su cuerpo descendió. Lo último que alcanzó a pensar fue en Sofi, en cómo se reflejaría el gusto en su cara, en sus ojos, cuando le contara a detalle que estuvo a punto de sacar un pez vela.
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Margarita Castro Romero (1961) Mérida, Yuc. Licenciada en Sistemas Computarizados e Informática en la Universidad  Iberoamericana de la Ciudad de México. Realizó estudios en Letras Hispanas y cursó talleres de cuento fantástico y cuento de lo extraordinario. En Greeenwich Connecticut participó como promotora de lectura en el programa Knights of  Reading Table destinados a incentivar la lectura a niños. En el 2015 fue acreedora del Premio Estatal de Cuento corto de SEDECULTA y del segundo lugar del Concurso Peninsular de Cuento del Diario de Yucatán. Obra suya ha sido publicada en medios digitales.