martes, 5 de julio de 2016

Poema de Artemio Ramón Fernández



Canto desértico
GMG
“Se dice que él fue el revólver más rápido del oeste”,
yo había dicho, en el bar María Dolores, con tal convicción
mientras dábamos baje a la caguama,
y de los latidos de aquel hombre, distinto al mundo,
sonaba la armónica;
había lluvia y producía goteos
que recordaban las calles de todas las ciudades juntas
                                             de donde yo había partido.
Mientras, el señor tocaba la guitarra febrilmente.

Ante nosotros el sonido de una melodía libertaria se agitaba,
había agujeros en el espacio
que lo habilitaban polillas como consumiéndose en fuego.
La luz pedernal que colgaba desde el techo
hacía explosión en el humo de los cigarros
como un negro aliento cuajado al aire, un aliento con cicatrices.
Estábamos bajo una luz obstinada
que pretendía develar el vocerío de los que conocieron a Revueltas,
estábamos entre columnas sin fin
plagadas de rastros dactilares.
-Hace falta estar verdaderamente loco
para hacer un poema de esto- “dijistes” ya bien ebria por un mezcal de Oaxaca.
-Por supuesto- respondí inmediatamente, a futuro, con todas las consignas del desorden.
Hace falta estar verdaderamente loco o bien enamorado
de una puta vida que a la vez te entierra.

El señor cantaba algo salido de lo profundo del mundo,
hecho de raíces, de profundos clamores;
y su guitarra, tensa,
se camuflaba en toda geometría.
Mientras fumábamos
nuestra sangre era violenta
una bravata en las venas,
y nos la curábamos con frenesí animal
lo que quiere decir que reíamos con todo
porque por ahí se ha dicho que “curársela” también es quitarse la resaca
pero de donde vengo, que es de todas las guerras
y las ciudades del norte de México
quiere decir que nos reíamos
hasta mojar el pavimento con nuestras lágrimas.

“Era el revólver más rápido…”,
repetimos juntos esta vez,
y el recuerdo de otros bares
nos arrojó a mundos
donde chocaban piedras, ardiendo,
junto a otro canto igual de pretérito.

Terminada la última canción
(la última canción buena, por supuesto)
recordamos nuestra arranque a La Hija de los Apaches,
revivimos el recuerdo rodeados de una niebla delictiva,
de una última estridencia de cuerdas.
Entonces, la memoria de los muertos hizo presencia,
la memoria de nuestros muertos inevitables
agarrados al abismo de la necrópolis que es México:
y toda esa sensación de olvido conocía su abandono
bajo el signo pretérito del canto del oeste.

Y las burbujas reventaban en el tarro
como mundos sobre otros
(más resistentes, antiguos quizás)
liberando aires, tormentas de alcohol,
al canto del señor de la armónica
que juré que había sido el revólver más rápido

y que ahora cantaba en tabernas familiares.