Alfonso
Reyes
LA
PRUEBA de que el cine es un arte (todo se demuestra por referencia a la idea platónica)
está en que no es posible tratar de cine sin filosofar sobre estética. Y ante
todo, una declaración de principios: hay dos épocas, antes del cine y después
del cine. Son dos épocas inconciliables. Los a.C. nunca podrán entenderse con
los d.C., y esto en ninguna de las cuestiones que más nos importan, es decir:
ni en moral ni en política. “Cuando yo sea dictador –piensa para su fuero
interno el d.C.– destituiré de los cargos a todo el que no sea aficionado al
cine: este tipo humano no podría inspirarme confianza.”
El
conocedor se revela por reducción[3] al absurdo: al que le
gusta el cine, le gustan también las cintas malas.
El
cine es al revés de los Toros. “¿Pero es que a los Toros viene usted a
divertirse?”, pregunta con ira el aficionado impenitente, y tiene razón. Al
cine, por el contrario, va uno, ante todo, a divertirse –de aquí el odio que le
tienen los intelectuales puros. A divertirse, no siempre con los novelones,
sino con todas las posibilidades de la percepción visual, inéditas muchas de
ellas antes del cine. Los movimientos rápidos, que escapaban antes a la visión,
son ya nuestros: la acomodación del salto en el espacio, la trayectoria de la
bala. Además, los gestos de las plantas y aun de la naturaleza tenida por
inerte se nos van entregando. La mímica entera de la creación poco a poco se
deja asir: nuestro lenguaje se ensancha. Tal vez, mañana, hablaremos con las
piedras.
La
técnica y toda la parte de estudio fotográfico tienen que ser perfectas; ello
es elemental, como lo es el conocer las letras para leer. Pero los filmes que
se quedan en meros estudios fotográficos a lo más que pueden llegar es a
fracasos eruditos. Así la Juana de Arco, análisis al microscopio de las pecas y
eczema en la triste piel de los viejos. El cine acerca tanto que hasta es un
teatro de la piel, bien está. Pero ¿por qué un hospital de la piel? Y la
inevitable teoría estética. El arte es una travesura. Gato por liebre, dice el
autor
de
Secreto profesional. Liebre por gato, dice Ortega y Gasset en unas notas
gongorinas. Las artes del tiempo -música, letras- travesean con el oído y el
pensamiento. Las artes del espacio –pintura, escultura, letras otra vez, dado
que ahora hay poemas tipográficos travesean con la vista y con el sentido
muscular. Las artes mixtas del espacio y del tiempo – la danza, oh Mallarmé-
travesean con todo a la vez. Embárrese el movimiento en un plano, en dos
dimensiones, y se tendrá el cine-primera época. El cine-segunda época, que aún
no puede competir con el anterior en la calidad de sus productos, además de la
travesura de los ojos nos brinda la de los oídos. Hablamos del cine sonoro,
presentido ya por el inevitable Jules Verne en El Castillo de los Cárpatos. Hablemos
del cine sonoro. El sincronismo está ya logrado, y se permite con facilidad ciertos
alardes: en La divina dama, aquel aplauso ahogado al nacer. El nuevo elemento sonoro
enriquece los asuntos, no a manera de adorno (éste es el error de los
directores), sino porque añade también otra ironía, otro toque estético
posible; por ejemplo, la presencia de lo ausente; se oye ladrar un perro
distante, se sienten venir unos pasos.
Pero
hay todavía un defecto técnico, demasiado sensible en algunas escenas. El “tempo
coincide”, pero la perspectiva visual no siempre coincide con la perspectiva acústica.
El personaje canta a la derecha y su voz viene de la izquierda; el personaje
canta en el fondo y su voz está en primer término. La voz todavía no sale de la
boca: se forma en el aire, es una atmósfera. A veces, de un instante a otro
cambia de volumen y de color; el personaje no posee una voz sino una familia de
voces.
Las
artes que nacieron simples se resisten a volverse mixtas, y viceversa. El espectador
tarda en acostumbrarse al cambio. Sea el caso de un arte que se simplifica: la danza
sin música. Mallarmé piensa que, sin música, el danzante se convierte en
estatua. Y la verdad es que Isabela Echesarry todavía no ha triunfado [4]. Sea ahora el caso de un
arte que se complica: ¿cómo desconocer que los espectadores más inteligentes
acuden todavía de mala gana al cine sonoro? Se niegan todavía a aceptar que el
cine se entienda con la acústica, que el plano de proyección se las arregle con
lo que ha llamado Blaise Cendrars “el plano de la aguja” –equívoco sobre Le
Plan des Aiguilles, en Chamonix. En el último límite del cine mudo, se alza
inconmovible Charles Chaplin, como una pequeña estatua mágica.
El
cine sonoro va a ejercer influencia sobre la música, no sabemos en qué medida.
Para
acompañar los episodios, la música aprende a ser, no ya imitativa, sino alusiva
o sugestiva en una dimensión de profundidad. Esta dimensión, presentida por
ejemplo en las patéticas llamadas que engendran la sinfonía de Beethoven,
muchas veces fue atacada por los grandes maestros en forma de verdadera
caricatura. ¡Aquello de la sonata al viaje de un amigo! 1° Allegro, en que el
amigo se decide a viajar. 2° Intermezzo, en el cual los amigos tratan en vano
de disuadirlo, pintándole los enojos del viaje. 3° Andante –o bien adagio, según
el humor–, donde se hacen las maletas. 4° Rondó final, en el cual se compra el
billete ¡ay! sólo de ida… –Claro que, si trina un ave o truena una nube, la
imitación se convierte casi en la misma cosa imitada–. Pero en la influencia
del cine sobre la música, deseamos y esperamos una investigación menos
inmediata. Ya en La divina dama hay un oportuno relampagueo de Marsellesa que anuncia la
presencia de cada soldado francés, como aquel motivo cómico de Falla que nos
anuncia, en El sombrero de tres picos, la presencia del Corregidor. Aquí, pues,
la música sustituye el torpe letrero y dice: “He aquí un soldado francés.” Pero
a mayores conquistas se ha de llegar. Acaso toque realizarlas a la vanguardia brava
del cine: los dibujos animados.
La
mímica norteamericana (¡y es la mejor y más corriente!), en que los artistas
mexicanos
comienzan a representar un alivio, un ensayo de intensidad mayor, se ha hecho académica.
Un estremecimiento quiere decir que acaban de nombrarnos algún sitio o persona
relacionados con cualquier falta de nuestro pasado. Toda señora que recibe
malas noticias sobre la conducta de su esposo tiene que andar con pasos
tambaleantes de sonámbula, o de vendada en el juego de la gallina ciega. Esa
raza de semidioses de las Islas Oceánicas da, en Tabú, una lección muy sobria y
cándida. ¡Aprendieran de ellas los profesionales de California!
El
verdadero mal: la general incapacidad de los directores –estos seudos papas infalibles–
ante una máquina superior a sus fuerzas. Las cámaras saben más que los cerebros, y se encabritan como potros nobles,
montados por malos jinetes. Naturalmente, hay excepciones. Y los ambientes
hacen mucho. Mucho esperamos del viaje a México del director Eisenstein[5].
Al
invento del cine sonoro, toda la sandez de fondo de alma subió a flote y nos
descubrió
el verdadero gusto íntimo de los directores. Y de aquí esos “cuadros de arte”, primores
del horror, escenas de bailes regionales pasados por almidón y plancha. Los tenorcetes
y tiplecillas otra vez encontraron campo. Y si es el cine-color, peor todavía;
nada más abominable que esos acaramelados pastelitos de un acto, donde bailan
unos gitanos o desfila una procesión.
Y el
verdadero riesgo: la perpetuación de la ópera en el cine. Creíamos habernos libertado
ya de ese error de nuestros abuelos, y a lo mejor va a haber que ponerse de plastrón
para ir al cine, ¡y ya no tendremos ni en donde refugiarnos!
[1]
Nota del digitalizador: Ensayo correspondiente
al libro Tren de ondas, sección I “Todos los sentidos”, incluido en el tomo
VIII de las Obras Completas de Alfonso Reyes, Colección Letras Mexicanas, Ed.
F.C.E. 1era. edición 1958, México. Páginas 379-382.
[2] “El cine sonoro”,
Cine mundial, Nueva York, II, 1932.
[3]
Nota
del digitalizador: En la obra física esta palabra está escrita de la siguiente
manera: “redución”. Ignoro si es un error tipográfico o algo más, sin embargo
me atreví a reemplazar la palabra por “reducción.”
[4]
Calendario,
“Motivos del Lacoonte”, Obras Completas, II, pp. 293-295.
[5]
Ver, en este tomo VIII, “México en el cine”,
pp. 266 ss.