Canto desértico
GMG
“Se dice que él fue
el revólver más rápido del oeste”,
yo había dicho, en el
bar María Dolores, con tal convicción
mientras dábamos baje
a la caguama,
y de los latidos de
aquel hombre, distinto al mundo,
sonaba la armónica;
había lluvia y producía
goteos
que recordaban las
calles de todas las ciudades juntas
de
donde yo había partido.
Mientras, el señor tocaba
la guitarra febrilmente.
Ante nosotros el
sonido de una melodía libertaria se agitaba,
había agujeros en el espacio
que lo habilitaban
polillas como consumiéndose en fuego.
La luz pedernal que
colgaba desde el techo
hacía explosión en el
humo de los cigarros
como un negro aliento
cuajado al aire, un aliento con cicatrices.
Estábamos bajo una luz
obstinada
que pretendía develar
el vocerío de los que conocieron a Revueltas,
estábamos entre
columnas sin fin
plagadas de rastros
dactilares.
-Hace falta estar
verdaderamente loco
para hacer un poema
de esto- “dijistes” ya bien ebria por un mezcal de Oaxaca.
-Por supuesto-
respondí inmediatamente, a futuro, con todas las consignas del desorden.
Hace falta estar
verdaderamente loco o bien enamorado
de una puta vida que
a la vez te entierra.
El señor cantaba algo
salido de lo profundo del mundo,
hecho de raíces, de
profundos clamores;
y su guitarra, tensa,
se camuflaba en toda
geometría.
Mientras fumábamos
nuestra sangre era
violenta
una bravata en las
venas,
y nos la curábamos
con frenesí animal
lo que quiere decir
que reíamos con todo
porque por ahí se ha
dicho que “curársela” también es quitarse
la resaca
pero de donde vengo,
que es de todas las guerras
y las ciudades del
norte de México
quiere decir que nos
reíamos
hasta mojar el
pavimento con nuestras lágrimas.
“Era el revólver más
rápido…”,
repetimos juntos esta
vez,
y el recuerdo de
otros bares
nos arrojó a mundos
donde chocaban
piedras, ardiendo,
junto a otro canto
igual de pretérito.
Terminada la última
canción
(la última canción
buena, por supuesto)
recordamos nuestra
arranque a La Hija de los Apaches,
revivimos el recuerdo
rodeados de una niebla delictiva,
de una última
estridencia de cuerdas.
Entonces, la memoria
de los muertos hizo presencia,
la memoria de
nuestros muertos inevitables
agarrados al abismo de
la necrópolis que es México:
y toda esa sensación
de olvido conocía su abandono
bajo el signo
pretérito del canto del oeste.
Y las burbujas
reventaban en el tarro
como mundos sobre
otros
(más resistentes,
antiguos quizás)
liberando aires, tormentas
de alcohol,
al canto del señor de
la armónica
que juré que había
sido el revólver más rápido
y que ahora cantaba
en tabernas familiares.