domingo, 8 de mayo de 2016

Nota sobre el cine por Alfonso Reyes





NOTA SOBRE EL CINE [1] [2]
Alfonso Reyes

LA PRUEBA de que el cine es un arte (todo se demuestra por referencia a la idea platónica) está en que no es posible tratar de cine sin filosofar sobre estética. Y ante todo, una declaración de principios: hay dos épocas, antes del cine y después del cine. Son dos épocas inconciliables. Los a.C. nunca podrán entenderse con los d.C., y esto en ninguna de las cuestiones que más nos importan, es decir: ni en moral ni en política. “Cuando yo sea dictador –piensa para su fuero interno el d.C.– destituiré de los cargos a todo el que no sea aficionado al cine: este tipo humano no podría inspirarme confianza.”


El conocedor se revela por reducción[3] al absurdo: al que le gusta el cine, le gustan también las cintas malas.
El cine es al revés de los Toros. “¿Pero es que a los Toros viene usted a divertirse?”, pregunta con ira el aficionado impenitente, y tiene razón. Al cine, por el contrario, va uno, ante todo, a divertirse –de aquí el odio que le tienen los intelectuales puros. A divertirse, no siempre con los novelones, sino con todas las posibilidades de la percepción visual, inéditas muchas de ellas antes del cine. Los movimientos rápidos, que escapaban antes a la visión, son ya nuestros: la acomodación del salto en el espacio, la trayectoria de la bala. Además, los gestos de las plantas y aun de la naturaleza tenida por inerte se nos van entregando. La mímica entera de la creación poco a poco se deja asir: nuestro lenguaje se ensancha. Tal vez, mañana, hablaremos con las piedras.
La técnica y toda la parte de estudio fotográfico tienen que ser perfectas; ello es elemental, como lo es el conocer las letras para leer. Pero los filmes que se quedan en meros estudios fotográficos a lo más que pueden llegar es a fracasos eruditos. Así la Juana de Arco, análisis al microscopio de las pecas y eczema en la triste piel de los viejos. El cine acerca tanto que hasta es un teatro de la piel, bien está. Pero ¿por qué un hospital de la piel? Y la inevitable teoría estética. El arte es una travesura. Gato por liebre, dice el autor
de Secreto profesional. Liebre por gato, dice Ortega y Gasset en unas notas gongorinas. Las artes del tiempo -música, letras- travesean con el oído y el pensamiento. Las artes del espacio –pintura, escultura, letras otra vez, dado que ahora hay poemas tipográficos travesean con la vista y con el sentido muscular. Las artes mixtas del espacio y del tiempo – la danza, oh Mallarmé- travesean con todo a la vez. Embárrese el movimiento en un plano, en dos dimensiones, y se tendrá el cine-primera época. El cine-segunda época, que aún no puede competir con el anterior en la calidad de sus productos, además de la travesura de los ojos nos brinda la de los oídos. Hablamos del cine sonoro, presentido ya por el inevitable Jules Verne en El Castillo de los Cárpatos. Hablemos del cine sonoro. El sincronismo está ya logrado, y se permite con facilidad ciertos alardes: en La divina dama, aquel aplauso ahogado al nacer. El nuevo elemento sonoro enriquece los asuntos, no a manera de adorno (éste es el error de los directores), sino porque añade también otra ironía, otro toque estético posible; por ejemplo, la presencia de lo ausente; se oye ladrar un perro distante, se sienten venir unos pasos.
Pero hay todavía un defecto técnico, demasiado sensible en algunas escenas. El “tempo coincide”, pero la perspectiva visual no siempre coincide con la perspectiva acústica. El personaje canta a la derecha y su voz viene de la izquierda; el personaje canta en el fondo y su voz está en primer término. La voz todavía no sale de la boca: se forma en el aire, es una atmósfera. A veces, de un instante a otro cambia de volumen y de color; el personaje no posee una voz sino una familia de voces.
Las artes que nacieron simples se resisten a volverse mixtas, y viceversa. El espectador tarda en acostumbrarse al cambio. Sea el caso de un arte que se simplifica: la danza sin música. Mallarmé piensa que, sin música, el danzante se convierte en estatua. Y la verdad es que Isabela Echesarry todavía no ha triunfado [4]. Sea ahora el caso de un arte que se complica: ¿cómo desconocer que los espectadores más inteligentes acuden todavía de mala gana al cine sonoro? Se niegan todavía a aceptar que el cine se entienda con la acústica, que el plano de proyección se las arregle con lo que ha llamado Blaise Cendrars “el plano de la aguja” –equívoco sobre Le Plan des Aiguilles, en Chamonix. En el último límite del cine mudo, se alza inconmovible Charles Chaplin, como una pequeña estatua mágica.
El cine sonoro va a ejercer influencia sobre la música, no sabemos en qué medida.
Para acompañar los episodios, la música aprende a ser, no ya imitativa, sino alusiva o sugestiva en una dimensión de profundidad. Esta dimensión, presentida por ejemplo en las patéticas llamadas que engendran la sinfonía de Beethoven, muchas veces fue atacada por los grandes maestros en forma de verdadera caricatura. ¡Aquello de la sonata al viaje de un amigo! 1° Allegro, en que el amigo se decide a viajar. 2° Intermezzo, en el cual los amigos tratan en vano de disuadirlo, pintándole los enojos del viaje. 3° Andante –o bien adagio, según el humor–, donde se hacen las maletas. 4° Rondó final, en el cual se compra el billete ¡ay! sólo de ida… –Claro que, si trina un ave o truena una nube, la imitación se convierte casi en la misma cosa imitada–. Pero en la influencia del cine sobre la música, deseamos y esperamos una investigación menos inmediata. Ya en La divina dama hay un oportuno  relampagueo de Marsellesa que anuncia la presencia de cada soldado francés, como aquel motivo cómico de Falla que nos anuncia, en El sombrero de tres picos, la presencia del Corregidor. Aquí, pues, la música sustituye el torpe letrero y dice: “He aquí un soldado francés.” Pero a mayores conquistas se ha de llegar. Acaso toque realizarlas a la vanguardia brava del cine: los dibujos animados.
La mímica norteamericana (¡y es la mejor y más corriente!), en que los artistas
mexicanos comienzan a representar un alivio, un ensayo de intensidad mayor, se ha hecho académica. Un estremecimiento quiere decir que acaban de nombrarnos algún sitio o persona relacionados con cualquier falta de nuestro pasado. Toda señora que recibe malas noticias sobre la conducta de su esposo tiene que andar con pasos tambaleantes de sonámbula, o de vendada en el juego de la gallina ciega. Esa raza de semidioses de las Islas Oceánicas da, en Tabú, una lección muy sobria y cándida. ¡Aprendieran de ellas los profesionales de California!


El verdadero mal: la general incapacidad de los directores –estos seudos papas infalibles– ante una máquina superior a sus fuerzas. Las cámaras saben más que los  cerebros, y se encabritan como potros nobles, montados por malos jinetes. Naturalmente, hay excepciones. Y los ambientes hacen mucho. Mucho esperamos del viaje a México del director Eisenstein[5].
Al invento del cine sonoro, toda la sandez de fondo de alma subió a flote y nos
descubrió el verdadero gusto íntimo de los directores. Y de aquí esos “cuadros de arte”, primores del horror, escenas de bailes regionales pasados por almidón y plancha. Los tenorcetes y tiplecillas otra vez encontraron campo. Y si es el cine-color, peor todavía; nada más abominable que esos acaramelados pastelitos de un acto, donde bailan unos gitanos o desfila una procesión.
Y el verdadero riesgo: la perpetuación de la ópera en el cine. Creíamos habernos libertado ya de ese error de nuestros abuelos, y a lo mejor va a haber que ponerse de plastrón para ir al cine, ¡y ya no tendremos ni en donde refugiarnos!



[1]  Nota del digitalizador: Ensayo correspondiente al libro Tren de ondas, sección I “Todos los sentidos”, incluido en el tomo VIII de las Obras Completas de Alfonso Reyes, Colección Letras Mexicanas, Ed. F.C.E. 1era. edición 1958, México. Páginas 379-382.

[2] “El cine sonoro”, Cine mundial, Nueva York, II, 1932.
[3] Nota del digitalizador: En la obra física esta palabra está escrita de la siguiente manera: “redución”. Ignoro si es un error tipográfico o algo más, sin embargo me atreví a reemplazar la palabra por “reducción.”

[4] Calendario, “Motivos del Lacoonte”, Obras Completas, II, pp. 293-295.

[5]  Ver, en este tomo VIII, “México en el cine”, pp. 266 ss.