domingo, 21 de agosto de 2016

Cervantes & compañía: Ignacio Padilla




Estoy plenamente convencido de que las may ores innovaciones y revoluciones surgen de instantes y gestos mínimos. Esto no es menos cierto en literatura. Don Quijote fue uno de tales gestos, y puede que éste, a su vez, haya nacido de una pequeña gran epifanía de Cervantes al cruzarse en las calles de Salamanca con un loco de El entremés de los romances, o un grupo de alumnos persiguiendo un perro, o un carnaval.
Visiones así debieron disparar nuestra modernidad, como acaso de una broma surgió también nuestra ultramodernidad. Nuestro idioma nació con la risa erasmiana de Cervantes, como el inglés con Falstaff y Cheshire. Nuestra lengua sigue viva y en constante renovación porque hay personas que se atreven a cuestionarla y otras tantas que se atreven a jugar con ella.
Hoy, tres lustros después de aquel auto de fe en las aulas de Salamanca, y casi una década luego de que el presidente de aquel mismo tribunal tomase en su mano el rejuvenecimiento de nuestra lengua desde la dirección de la Real Academia Española, la voz ningunear figura en el Diccionario de la Lengua, definida con una dignidad americana que algo tiene de reclamo autobiográfico cervantino contra la rigidez académica: « No hacer caso de alguien, no tomarlo en consideración. Menospreciar a una persona» . Hoy, aquel ninguneo es pleno reconocimiento. Con frecuencia me engaño pensando que algo tuve que ver con esto, aunque importe poco más allá de un
afán autojustificatorio y hasta vindicativo. Lo cierto es que de un tiempo acá los insectos hemos entrado al fin en las aulas de los entomólogos, como el español ha demostrado ser ante todo una lengua americana. Sólo queda al humor vencer en su quijotesca gesta contra la corrección política y la obsesión por la pureza. Pero ya veremos.
Hoy nadie puede negar que los escritores de América Latina insuflaron en nuestra lengua la vida que se había negado a tener: una vida impura, mezclada y cambiante como la realidad a la que esa misma lengua nombra cada día. Fue en esta década cuando nuestro llorado Carlos Fuentes registró que, así como todos somos hijos de Pedro Páramo, todos somos también habitantes del muy dilatado Territorio de la Mancha. Desde California hasta Patagonia, y desde los Pirineos hasta Filipinas, somos los manchados, los impuros, los mezclados. Hoy en día sólo nos resta reconocer que la lengua se hace de impurezas como los hombres se acercan por sus diferencias. Don Quijote, recordemos, es derrotado porque cree en cerrar España y su lengua, el hidalgo fracasa por no reconocer ni la realidad ni la modernidad: su habla es arcaizante y apenas tolera la deformación sanchopancesca. Pero es esta última la que le sobrevivió, quijotizada aunque aún enclavada en el mundo. Hoy las academias lingüísticas y universitarias reconocen que la lengua tanto fluy e cuanto admite la ambigüedad negando los absolutos, tanto se renueva cuanto abraza y modera lo relativo en un mundo multipolar que está obligado a admitir la convivencia necesaria de lo múltiple.
La lengua que nace de la consagración finisecular de Cervantes en esta versión refrescada de la academia es una lengua moderna, diríase que es casi un contralenguaje que pone en su justo sitio a quienes aprietan desde abajo el tubo del dentífrico de la lengua, una lengua que reconoce la síntesis de lo real y de lo ideal, una lengua orgullosamente hermanada con el humor y manchada, una lengua por cuy os contrastes pueden unirse al fin las palabras, las cosas y los hombres. Una lengua, en fin, viva gracias, a pesar y a través de la institución a la
que hoy, insecto al fin, impuro al fin, contador de historias y frecuentador de chistes malos, me honra pertenecer.


Ignacio Padilla
Santiago de Querétaro, 2012


Texto tomado de Cervantes & compañia de Ignacio Padilla
Gif: Romina Cazón